Las emociones nos mueven para facilitarnos la vida. El miedo nos hace alejar de lo que tememos o nos ayuda a prepararnos y a estar alerta frente a una situación peligrosa. El enojo es la emoción que tenemos cuando nos sentimos frustrados, cuando creemos que se han traspasado nuestros límites. El enojo nos lleva a agredir para defendernos. Aquel comportamiento agresivo que fue tan útil a nuestros antepasados para defenderse de los ataques de los depredadores, ahora no nos permite socializarnos. A lo largo de los años hemos desarrollado otras respuestas alternativas: decimos no, marchamos, nos quejamos... Para aprender no obstante, necesitamos tiempo, un entorno que nos enseñe y una maduración de nuestro sistema nervioso.
Mientras pasa todo esto en nuestros cerebros, curso tras curso y en todas las escuelas infantiles, alrededor del año, los niños muerden, de hecho muerden, comen con las manos o torpemente con la cuchara y hacen pipí en los pañales. Cuando hayan aprendido otras habilidades ya las pondrán en práctica, pero mientras no sea así, las educadoras se verán en la difícil situación de explicar a aquel padre o madre qué ha sido el mordisco escandaloso que se ha marcado en la cara del niño. O bien comentar a unos padres, empujadas a medias por la presión de los padres que su hijo o su hija hace unos días que muerde.
Ellas saben muy bien qué hacer. Conocen a la perfección los mecanismos de aprendizaje de sus niños. Algunas dirán "No" con tono afectivo pero decidido, y apartarán al niño hacia otro lugar. Otras le explicarán que eso duele. O quizás le apartarán sin mirarlo directamente y evitarán así el intento de llamar la atención tenga éxito. Le enseñarán a reclamarla de otra manera. En muchos casos podrán evitarlo distrayéndolo con canciones o juegos. En alguna escuela se habrán preocupado de disponer de aquellos objetos que permitirán descargar la tensión acumulada por todo lo que vive tan intensamente. En muchos equipos las maestras se tranquilizarán compartiéndolo con las compañeras y después observarán, como por arte de magia, que este "ansiólitico" también tiene un efecto sobre la conducta del niño. Y así con el esfuerzo y la dedicación día a día, los niños que mordían mucho, cuando llegue el cuerso siguiente, habrán cambiado el mordisco por un todavía torpe "¡es mío!". Aún les queda mucho por aprender.
Muchas familias seguirán con más o menos conocimientos o intuición estos pasos y, si todo va como debe, transcurridos unos años encontraremos un adulto maduro emocionalmente reclamando de forma asertiva (educada pero decidida) lo que cree que le corresponde. Si no es así, formará parte de los miles de adultos inmaduros con los que cuenta nuestra "avanzada sociedad" esperando que el mundo gire a su alrededor.
Un mordisco en la mejilla o en el brazo de un hijo genera emociones de todo tipo: pena, rabia, miedo... Es normal y adaptativo. Pero lo que hagamos con estas emociones también servirá de modelo a nuestro hijo. He visto más de un padre reaccionando violentamente ante un hijo que jugaba con una pistola ¿Quién aprende de qué?
Todo esto las educadoras lo saben y, con paciencia, siguen su trabajo día tras día. No obstante, al otro lado de la puerta, el padre o la madre seguirá reclamando más vigilancia (¿guardias de seguridad?), que aparten a los "agresivos" (¿los mandamos al psicólogo?) o qu aíslen a las víctimas para evitar nuevos ataques (¿vitrinas de cristal?).
Socializarse quiere decir estar en contacto con virus, tener que esperar que sea tu turno para comer, dormir con otros ruidos, tener la posibilidad de recibir un mordisco...Pero también quiere decir tener un buen sistema inmunitario, saber esperar, tolerar, compartir, afrontar frustraciones y desarrollar los mecanismos emocionales necesarios para sobrevivir en nuestro mundo actual donde los depredadores tienen nombre de persona.